En busca de un camino.

 

"Se comenzó por desdeñar o más aún por  rechazar con horror la acción inmediata, para no perder inútilmente la vida en la busca al del Bien o salvarla vergonzosamente sirvien­do a la injusticia del mundo; pero esta abstención, para Platón como para el Sócrates de Georgias es hasta un futuro casi ideal quizá, la verdadera política.

Así la primacía de la política tiene, desde el principio, otro sentido para Platón que para los políticos y condotieros de su tiempo.

Es la primacía de UNA política. Porque esta política está fundada sobre la ciencia y la verdad, porque se refugia, por un tiempo in­determinado, en una abstención laboriosa en el esfuerzo asociado de cierto número de in­teligencia bajo la conducta de un maestro, ella oscilará forzosamente entre dos actitudes, la del renunciamiento duradero, porque el mundo es demasiado malo, o la de la ex­pectativa ardiente tendida hacia el momento de la conquista o de la conversión del poder.

Mientras tanto, se forman los espíritus y los  corazones y éstos se apoderan de más en más, tanto de la poesía de esa búsqueda co­mún como de la ruda seducción de las verda­des que son su fin”.

 

AUGUSTO DIES, (Introducción a la República de Platón).

 

"Política -decía el Diccionario de la Acade­mia- arte de gobernar y dar leyes y reglamen­tos para mantener la tranquilidad y seguridad públicas y conservar el orden y buenas costum­bres". Pero esta definición corresponde a la edi­ción del año 1939, reconocido por la misma Academia como el año de la Victoria. La Victo­ria es la caída de la República y la ascensión de Franco. Tal definición venía de antes y se man­tuvo hasta la edición de 1947. En la de 1956 va­ría. Se dice ahora: "Arte, doctrina u opinión referente al Gobierno de los Estados". Y también: "Actividad de los que rigen o aspiran a regir los asuntos públicos". La definición del 56 es más completa. No só­lo comprende al arte de gobernar, sino también a las opiniones y doctrinas que refieren al go­bierno de los Estados.

Incluye además, la actividad tanto de los que rigen como de aquellos que aspiran a regir los asuntos públicos.

Por último, no está limitada por una finali­dad, por otra parte imprecisa y mudable, la de mantener la tranquilidad y la seguridad y con­servar el orden y las buenas costumbres. ¿Cuál orden? ¿Cuáles son las buenas costumbres?

De acuerdo pues, con el diccionario, no siem­pre buen mentor, política es arte de gobernar y también existen, doctrinas, opiniones y activi­dades políticas. No hacer política es una forma de hacerla. No tener opiniones políticas es una for­ma de tenerlas. No realizar actividad política es una forma de realizarla. Pero hay otros matices que las definiciones comentadas, no ponen de relieve. Puede haber, por ejemplo, una actividad política que no esté movida o dirigida por la as­piración de regir los asuntos políticos, si por re­gir se considera la toma del poder o la conquista efectiva del gobierno.

 

Quienes opinan sobre los asuntos públicos hacen política, actúan en polí­tica. Ese quehacer o esa actividad, puede aspirar únicamente a influir sobre los que votan y sobre los que gobiernan. Otros querrán ir más allá o más acá: tomar el poder o limitarse a ocupar en los órganos del Estado alguna posición, para dis­poner de nuevos medios con el objeto de darle más peso y resonancia a sus opiniones.

 

Cuanto queda dicho, puede parecer harto sutil y quizá lo sea; pero tiene un propósito de­finido. Contestar a las preguntas que cada cua­tro años, en todos los períodos preelectorales, nos asaltan. Hay, sobre todo entre los jóvenes, quienes no quieren sólo opinar sobre política.

No pocos que, frente a la ruina del país, aspiran a influir sobre la conducción del Estado, sobre la solución de los asuntos públicos. Que miran con ira y desprecio al presente y con angustia al futuro. Que quieren actuar. 

Ese tipo de acción no puede ser individual. La acción política directa es forzosamente co­lectiva, ora se tome el camino de la revolución,  ora el de la participación en los mecanismos presentes. "Actuar", tal como algunos se lo pre­figuran, supone crear un partido o integrarse en los que existen o aparentan existir.

 

El drama del Uruguay hoy - no sabemos de qué estará hecho el mañana - es que no tiene sa­lida sino por métodos revolucionarios y que no están dadas las condiciones objetivas para que la revolución se cumpla. Puede creerse que lo que antecede encierra una contradicción. Si la salida es la revolución es porque las dichas condicio­nes objetivas así lo determinan. Pero ello, cree­mos, es parte de la verdad.

Primero, decir que ésa es la salida no equivale a decir que sea la sa­lida hoy, porque el "régimen" - toda la estruc­tura económica y la superestructura política­ - puede que todavía no haya tocado fondo. Se­gundo, porque al referir a las condiciones obje­tivas no sólo deben tomarse en cuenta las condiciones nacionales. Uruguay es una pieza de un sistema. Una muy pequeña pieza. Su evolución está dominada por el hecho imperialista. Romper la caparazón del régimen nacional puede ser factible. Romper la caparazón del sistema imperialista exige una acción concertada con los otros países, o por lo menos con los de mayor importancia que también sufren la explotación.

 

El caso de Cuba, lo decimos una vez más, no se repetirá en América Latina. El imperialismo es­tá atento y al acecho. No se dejará sorprender. Y en países chicos, como el nuestro, no habrá, no puede haber, auténticas revoluciones nacio­nales, sin revolución continental o extendida a vastas zonas o a otros países de nuestra América.

 

El Uruguay entonces afronta una alternativa; o mantener su cojitranca democracia con sus vicios; con la incapacidad de quienes la usufruc­túan, con su ineficacia, su desorden y su injusti­cia o caer en el gorilazo, que será mayores vicios, mayor incapacidad, mayor injusticia, el desor­den por antonomasia y la muerte de las precarias libertades que nos permiten respirar y vivir. De lo cual se infiere que "actuar" políticamente hoy en el Uruguay en el sentido estricto que se le da a aquella palabra, significa actuar dentro de los cuadros presentes, significa "participar en las elecciones". Es poco. Apenas una etapa en un largo camino que no estará siempre ilumina­do por el triunfo.

"Participar en las elecciones", a su vez, signi­fica acompañar a los partidos existentes o con­tribuir a crear otro u otros nuevos.

 

Está la actitud personal: por ejemplo, la de aquellos que para acabar con la dominación de uno de los grandes partidos votaron en 1958 por el otro; la de aquellos, que cansados de los errores cometidos por los sustitutos, se dispon­drían en 1966 a votar por los que antes fueron desplazados y tal vez ellos mismos contribuye­ron a desplazar. Son los "sin partido" que votan al azar de las circunstancias y se limitan a seña­lar su descontento o su satisfacción en el fugaz minuto del sufragio. No referimos a ellos. Refe­rimos a los otros, a los que aspiran a tener "par­tido" y militancia política y dentro de éstos a los pocos, algunos o muchos, que no encuen­tran ubicación en las formaciones actuales.

Los pragmáticos, los urgidos, todos aquellos que no quieren "perder su voto" y consideran que lo pierden si no sufragan por uno de los dos probables y previsibles ganadores, tienen su puesto en las filas de los partidos tradicionales. Su opción está hecha y su destino trazado. O los viejos aparatos partidarios los absorben o los expulsan: La filosofía del mal menor justifica o por lo menos explica ese tipo de opción, sobre la cual influyen el medio y las instituciones: la constitución y las leyes electorales.

Pero ocurre que esos viejos partidos están en crisis y no son partidos. No lo son porque care­cen de programas y de organizaciones. Uno más que otro; pero los dos, son vastas y laxas alian­zas electorales - nada más, nada menos - sin dis­ciplina, sin cohesión y sin. fines comunes. El país necesita un gobierno y los partidos tradicionales que se sobreviven y parecen inmortales, no son capaces de dárselo.

 

Y ése es otro de los dramas del Uruguay: las fuerzas políticas no se compadecen con las ne­cesidades nacionales. El efímero poderío electo­ral, por un lado; la incapacidad de gobernar, por otro.

Esta oposición, cada vez más viva, cada vez más angustiosa, entre partido y gobierno, pue­de prolongarse más o menos tiempo; pero no puede durar indefinidamente. O los partidos se reorganizan para responder a la función de go­bernar o los partidos desaparecen. Esto al mar­gen de lo que esos partidos representan de ma­nera más específica; la ciudad y el campo; la clase media urbana y la clase rural proletaria.

Todas distinciones o dicotomías, por otra parte, bastante librescas porque la propia distribución  de las clases en el Uruguay es todavía muy confusa.

Si la clase exige la conciencia de clase, excepción hecha tal vez de la de los propietarios rurales, las demás, que un clisé europeizante intenta mostrarnos; no existen o existen en forma rudimentaria.

Apenas un proletariado industrial buena parte de cuyos integrantes se reparten los  grandes partidos y ausencia, por razones de producción entre otras, de campesinado. Los funcionarios públicos y los jubilados y pensionistas que no son ni pueden considerarse clases, suelen servir de clientela a dichos grandes partidos. Y esto también es otro de los dramas y otro aspecto del drama del Uruguay, porque  nuestra democracia es una democracia asentada  sobre la clientela. Los "grandes partidos" se mantendrán mientras puedan mantener a la clientela. Todo está en saber hasta cuándo el país como país, es decir el país productor, qué es el país real, podrá subvenir a las necesidades de la clientela.

 

Para decirlo en términos más grá­ficos aunque menos exactos: en otras épocas las elecciones se ganaban con el ejército y las poli­cías; ahora, se ganan con los empleados públi­cos y los jubilados y pensionistas.

 

Por ahí es preciso buscar uno de los ocultos resortes de la inflación, sobre la cual tantos in­formes nos brindan los técnicos vernáculos y tanta ignorancia tienen los técnicos foráneos.

 

Para quienes no están urgidos ni dominados por el pragmatismo, se ofrece, claro, la posibi­lidad de actuar desde los llamados partidos me­nores. No hemos de analizar o enjuiciar a los mismos. Pero nadie negará - es un hecho - que en el país existen algunos pocos o muchos ciu­dadanos que se sienten acuciados por la necesi­dad de "hacer algo" en política y que no son comunistas ni demócratas cristianos. Que no son demócratas cristianos entre otras razones por formación filosófica o posición antirreligio­sa, aunque dicho partido declare que no es con­fesional. Que no son comunistas, aun habiendo abrevado en el marxismo (el marxismo es una interpretación y un método, acaso una cosmo­gonía; pero no un haz de dogmas o una caja de respuestas), por desconfianza de los partidos in­ternacionales; por reflexiva o instintiva convic­ción de que nuestra América necesita crear sin perjuicio de recoger y utilizar la experiencia aje­na - la historia es una aventura común - su propia teoría económica y sus propias formaciones políticas; porque se niegan a trasladar a nuestras tierras esquemas y debates ajenos, como el que ahora se desarrolla entre Pekín y Moscú; porque en fin, entienden, que la lucha esencial hoy y aquí, es la lucha contra el imperialismo. El co­munismo puede ser antiimperialista. El antiimperialismo no tiene por qué ser comunista. Crear la patria - alguna vez lo hemos dicho - tiene en el orden de tareas que el destino nos marca, prioridad absoluta. No hay justicia sin patria.

La revolución del Tercer Mundo, tiene que ser y es en primer término, una revolución nacional, para garantizar, única forma posible de hacerla, la justicia a los más.

 

Al referir a la disputa entre la URSS y China y a su repercusión en América Latina, escribía hace pocos meses Espartaco: "Esta situación no puede sorprendemos en un área 'reflejo' y de­pendiente como la nuestra. No sólo los viejos liberales fueron 'alineados' cultural y política­mente; también lo han sido con mayor o menor acento, todas las corrientes principales de pen­samiento y de acción. La falta de 'capacidad creativa' o, si se quiere, con mayor pretensión, de disposición para aproximarse y descifrar la realidad con la disciplina de la metodología cien­tífica, ha sido un trazo dominante en la vida latinoamericana, de la cual sólo nos estamos dando cuenta hoy día, cuando cada vez más cla­ramente chocan los esquemas 'importados' o demasiado generales con la complejidad particu­lar de otros países".

 

¿Entonces? La respuesta es obvia. Para los que se sienten llamados por la acción política, para los que están dispuestos a crear o recrear la patria, para los que comprenden que el enemigo es el imperialismo y a la luz de esta comproba­ción quieren aplicarse a remediar o curar nues­tros males, para los que tienen sed y hambre de justicia, el deber es claro: echar los cimientos de una fuerza auténticamente nacional y antiimperialista con objetivos propios y fisonomía propia que pueda marchar sola. Esto es lo que podría­mos llamar la estrategia. La táctica se elabora en el campo de batalla; pero de ella no están ex­cluidas a priori, las alianzas transitorias con otras fuerzas movidas por la misma convicción y la misma pasión antiimperialista. Para muchos en América, ha llegado la hora de la "expectativa ardiente". Que sea también la de la "ruda ver­dad”.

 

Carlos Quijano.                                                                          MARCHA, 15 de abril de 1966.