Contra cualquier malón.

 

Fue Maura, según creemos, el que acuñó la fórmula: la revolución desde arriba. Durante los últimos setenta años en el Uruguay, la práctica fue otra. Desde arriba vinie­ron las dictaduras.

El gobierno se alzó contra las instituciones o la constitución. Así el "golpe bueno" del 97, el golpe "malo" del 33 y el golpe "bueno'" del 42.

 

Los aficionados a las generalizaciones y a los esquemas, podrían también descubrir que en el periodo anterior - el que se extiende desde el nacimiento de la República hasta el gobierno de Julio Herrera - las dictaduras, con excepción de la de Lavalleja en 1827, emanaron de motines o levantamientos llamados revolucionarios.

Rivera después de la caída de Oribe; el Triunvirato y luego Flores al producirse el derrumba­miento de Giró; Latorre, traído por el motín del 10 de enero de 1875.

Hasta Julio Herrera pues, las dictaduras ha­brían sido impuestas por motineros o "revolu­cionarios” alzados contra el gobierno. En la se­gunda etapa señalada, las dictaduras habrían derivado de la acción de los propios gobernantes alzados contra las instituciones. El golpe de Estado sustituyó al motín.

 

Esta diferencia de las dos épocas, diferencia esquemática, repetimos, no debe ser fruto del azar. Una primera y simple explicación sería és­ta: antes el poder estaba en manos de los caudi­llos militares: más tarde en manos de los gober­nantes. Con Julio Herrera, suele decirse, quedó cerrado el ciclo del militarismo. El fracasado motín del 4 de julio, fue la última manifestación de ese militarismo. Batlle pocos años más tarde, dividió los comandos y evitó la aparición de je­fes dueños de la fuerza. La fuerza quedó en manos del gobierno. No puede negarse la parte de verdad que esa explicación contiene; pero otras causas deben existir. La traslación del centro del poder, no basta. Esa traslación a su vez, no se produjo por generación espontánea y para que se cumpliera debieron coadyuvar diversas circunstancias: el desarrollo del país, la extensión de los caminos, la nueva preparación de los cuadros del ejército, el progreso de la instrucción, la mejor organiza­ción de los partidos, una legislación electoral más amplia y justa. De todas maneras, aparece­rían así, en nuestra muy breve historia, dos épo­cas distintas, según fueran los medios o los agentes. En poco más de ciento treinta años de vida independiente, hemos desembocado muchas veces en la dictadura.

 

Durante los primeros setenta años, de esas dictaduras fueron agentes y detentadores los caudillos militares.

Durante los últimos setenta años, los propios gobernantes, hombres civiles o actuando como tales en lucha contra las instituciones.

Cambian los medios y quienes los utilizan. No cambian los resultados. Sea dicho esto, ade­más en descargo de los caudillos militares, que en tiempos caóticos y balbuceantes, ensangren­taron, movidos por sus ambiciones, esta tierra purpúrea.

Sea dicho también, para condenar a los "dotores", que cuando los caudillos faltaron, apro­vecharon el poder de que disponían para llevar­se por delante, las constituciones, buenas o ma­las, que habían jurado respetar.

La fuerza bruta que da la cara es más sana y respetable que la fuerza hipócrita parapetada en el gobierno, y que usa los elementos de que ese gobierno dispone para destruir lo que le fue confiado.

 

¿Todo cambia y todo vuelve a lo mismo? ¿Una tercera etapa está abierta? Ahora -régimen colegiado mediante - parece difícil que los pro­pios gobernante se lancen a buscar la dictadura. ¿Retornaremos entonces - si estamos condena­dos a caer en la autocracia - a la era de los motines? Corren por el mundo muchos ejemplos, de los cuales, en el galopar de los días, sólo recibi­mos el reflejo deformado por las propagandas mentirosas. Río por medio, después de la "glo­riosa" experiencia de Uriburu, saludada con al­borozo por todos los "demócratas" de aquende - va para treinta y cuatro años que se cumplió­ - después de Ramírez, de Farrell, de Perón, de Aramburu y de Rojas, de Rojos y Azules, de Onganía y de Alvarez de Toledo.

 

Hay quienes sueñan con Nasser. Frontera por medio está Castelo Branco. Y como todo se confunde y mezcla, unos hablan de Fidel y otros de Stroess­ner. Unos de Ben Bella y otros de Franco.

Ni a unos ni a otros, seguros estamos, dare­mos contento. Unos y otros dirán de nosotros, lo que siempre, ora de viva voz - pocas veces - ­han dicho, ora, vilmente, insinúan o deslizan. Somos nazis o comunistas o somos satisfechos burgueses que no tenemos el coraje de llegar hasta el fin y bien, tratemos de mirar y ver.

 

A lo largo de estos veinticinco años, que son más de treinta, a nadie le ha dolido más el Uru­guay que a nosotros. Puede que otros hayan tenido pasión igual. Más, no.

A lo largo de estos veinticinco años nos ha tocado ser los espectadores impotentes, en lucha contra todos y contra todo, del trágico descae­cimiento del país. Un trágico descaecimiento por doquier y del cual no son los únicos responsables los políticos mediocres, tartufescos, superados por los hechos, que Dios y el destino nos han brindado. Del cual también es responsable, el país entero. Un país sin memoria, sin conviccio­nes, sin columna vertebral; que dejó matar a Brum y no reaccionó frente a su sacrificio; un país que tolera, acompaña y estimula a quienes hoy le prometen pan y luego, como en la canción infantil, no le dan; un país que le tiene miedo a la verdad y luego admite que aquellos mismos que la ignoraron, la ocultaron, o la negaron, la utilicen y la prostituyan. Un país escéptico, cí­nico, ventajero y miope. Sin conciencia de su destino y sin capacidad de sacrificio, de fervor y de amor, para cumplir ese su destino.

 

Tanto o más que los críticos ocasionales, que los "snobs" de la revolución, que los "técnicos" de la nueva ola, hemos combatido y denuncia­do a este gobierno inepto que padecemos. A es­te desgobierno, ciego y sordo aunque no mudo, que ocupa sus horas en distribuir automática­mente - es lo que ciertos cagatintas de la propia y mentada oposición llaman resoluciones de alto nivel - puestos y canongias.

 

¿Hemos de poner por ello, llevados por la desesperación, nuestro destino en manos del Salvador? .

El odio es una forma del amor. Sueñan con el amo, que piense por todos, que decida por todos que frene o liquide a "comunistas" y "filde­listas", ciertos impenitentes de la reacción.

Pero y ha de creerse que muchos sin quererlo, también atraen el peligro, aquellos otros que, desde tiendas que no son las de la reacción, ha­bitúan a las gentes a considerar posible, sin dejar de condenarlo, el advenimiento del malón.

No, no se trata de ocultar el mal. Se trata de algo más serio y más sutil: de no concitarlo, invocándolo constantemente.

 

Tampoco ignoramos el asco, el fastidio y la rebeldía con causa de los mejores. Lo hemos dicho. El régimen que no es sólo este gobierno, que es algo más que esté gobierno, no tiene salida. Y comprendemos - no es la primera vez que lo declaramos - que pueda creerse en la utilidad y en la necesidad de romper la caduca estructura presente, para lograr mañana una organización más eficiente y justa. Hemos aludido en otra ocasión a este elemental  planteo dialéctico o seudo dialéctico; esta es una democracia formal y tramposa; que la reacción acabe con ella; después nosotros, las "izquierdas" libraremos batalla contra la, reacción.

 

No nos vamos a hacer matar ni por los blan­cos, ni por los colorados, ni por el colegiado, ni  por el parlamento, ni por la ley de lemas, ni por el 3 y 2. Y cuanto ahora se pierda lo ganaremos con creces, después.   

Este planteo que puede ser -¿por qué no?­- cabalmente honrado, es además de peligroso, falaz.

 

Oponerse a la aventura no es defender a blan­cos o colorados, al colegiado o al 383. Es defender, pura y simplemente, a lo que todavía en el pudridero, nos deja respirar. Ciertas formas de la libertad de expresión, ésas que nos permiten aquí mismo escribir, aunque nos estén vedados, otros medios en manos de monopolios que se extienden; ciertas formas de reivindicación y defensa, verbigracia, el derecho de huelga y el derecho de sindicarse; ciertas formas de autonomía y algunos fueros, por ejemplo los del Poder Judicial y la de la universidad; ciertas formas de liberación, no obstante el 3 y 2 y los politiqueros beneficiados: las nacionalizaciones de los servicios públicos. El golpe, cualquier golpe es la arbitrariedad -ya lo sabemos-, pero también una sujeción más descarada y férrea al imperio. Signo inequívoco: todos los motines en nuestra América tienen o buscan el respaldo imperial. Corren a alistarse sus adalides, bajo las banderas de la sacrosanta alianza contra el comunismo. Y del comunismo, pasan a Goulart y de Goulart a Kubitschek, de Arbenz a Arévalo. .

 

Lo poco que tenemos aún después de lo mu­cho que hemos perdido, vale más, mucho más, incomparablemente más que cuanto pueda ofre­cernos el Salvador.  

 

Si la fuerza se desata no ha de ser para bene­ficio de los más y de los más necesitados.

Conviene repetirlo no sólo frente a los hom­bres honrados a quienes mal aconseja la deses­peración sino también y sobre todo frente a los aventurerismos de aquellos que sueñan con re­editar las hazañas de Fidel o la gesta de Ben Bella. Hoy y aquí - Uruguay 1964, clase media, doscientos cincuenta mil funcionarios públicos, trescientos cincuenta mil jubilados, servicios públicos nacionalizados, proletariado débil y sin organización, campesinado inexistente o disper­so - la fuerza sólo puede traer a la reacción, sólo puede ser manejada por ella. No hay objetiva­mente, ninguna posibilidad revolucionaria, enten­diendo por tales aquellas que conduzcan a la liberación del hombre y a una mejor distribu­ción del pan y del trabajo, entendiendo por tales aquellas que conduzcan a la liberación nacional.

 

Convendría, nos parece, que ciertos neoar­chicofradistas de la "revolución" leyeran o rele­yeran a quienes citan: a Marx y también a Lenin. La revolución no es una creación subjetiva, un fruto de nuestros deseos. Es, sin negar el valor de los hombres, una resultante de las condicio­nes económicas y sociales y de la coyuntura his­tórica.

Se arguye, ya lo vimos y el planteo también es simplista, que la reacción engendrará la revo­lución; Que para que ésta sea, habremos de pasar por un periodo más o menos largo, de despotis­mo e injusticia y que, si mayores son éstos, más pronto se logrará la salud. El caos es la antesala del orden. La tormenta, el preludio de mejores tiempos. El azote del viento preferible a la char­ca. Y en la charca estamos.

 

No creemos en los baños de sangre purifica­dores. Si por desgracia, tienen que venir que vengan impuestos por los hechos; pero no los busquemos.

Pero además, no creemos y menos creemos en nuestro caso – Uruguay - que la reacción siempre engendra la revolución. Por lo menos a la escala del hombre; a la escala de nuestra vida, que, no lo olvidamos, poco cuenta para la histo­ria; pero mucha para los que transitan por ella.

Franco hace veinticinco años que domina España, Mussolini duró veintitantos en el po­der. No lo volteó su pueblo. Lo volteó una guerra perdida. Y cuando cayó, Italia no conoció la revolución, Como no la conoció Alemania que soportó doce años a Hitler, y que se liberó de él también porque perdió la guerra. Como no la conoció Francia que vio a Petain y al cola­boracionismo y sufrió la derrota.

 

Más cerca el fenómeno se repite. Hace trein­ta años largos que la Argentina vive pendiente del capricho de los militares que ahora mismo rezongan y amenazan. Otros tantos o más que Brasil se debate entre dictaduras. Y aquí mismo.

¿Qué ocurrió después del 33? Fuimos testigos y actores del suceso, donde nuestra generación se hundió. Conocimos sus entresijos: de Terra pasó el país a manos de Baldomir reverenciado por los demócratas de siempre como un restau­rador de la legalidad. Después los cómplices y autores de Marzo se convirtieron en profesores de legalidad, en reputados técnicos de los go­biernos encabezados por las fuerzas del desquite. Todavía hoy esos cómplices, autores o lengua­races, del golpe del 33, que han ganado en la "democracia" presente más cargos y honores que en la dictadura, nos siguen dando lecciones de constitucionalismo.

 

El mundo, ha cambiado. Sin duda. Pero no sólo en, el sentido que cierto "revolucionaris­mo" impaciente y verboso cree. Porque si nos ha tocado presenciar la experiencia de Cuba la de Argelia y la de la descolonización, también hemos asistido a la consolidación de Europa Oc­cidental, al cisma del mundo comunista, a la estabilización de la revolución soviética, a los tenaces ensayos de coexistencia pacífica:

 

Y además, además y sobre todo, otra vez es necesario recordar las condiciones específicas de Uruguay, situado en un continente convul­sionado. Fácil es profetizar y en punto a pro­fecías el debate es ocioso e interminable. Marx, como se sabe, no se deleitaba con profecías. Podemos señalar las líneas generales de la evolu­ción. No, cómo se cumplirá y cuándo se cumpli­rá.  Sólo sabemos y ya es mucho, que hoy y aquí

- excúsese la insistencia - la revolución por la violencia es imposible, teóricamente impensable, prácticamente irrealizable. Desatar la fuerza, es desatar la reacción. No oponerse a ella, coadyu­var a su triunfo.

 

¿Qué hacer? Mucho. Todo. Nada menos que construir o reconstruir al país. Organizar, adies­trar desde todas las trincheras, todas las horas, a los hombres y a las fuerzas capaces de cumplir esa tarea. Lo que no se quiere comprender, se­ducidos acaso por el brillo de otras hazañas, acu­ciados quizá por la desesperación, inspirados tal vez por el afán de cumplir con generosidad nuestro deber en el breve cuarto de hora del pa­so por la tierra, es que nuestro destino, el desti­no de todos aquellos a quienes, para repetir la frase, nos duele el Uruguay, es el más alto, el más noble, el más sacrificado. Preparar desde las catacumbas, para recoger el olvido, la liberación de los que vendrán. Sin pausa y con total entre­ga. Sin esperar premio, sin recibir estímulo, fla­gelados si cabe, por la traición, por la incom­prensión, por la calumnia. Sin derecho a reposar, a desfallecer y a inclinarnos sobre nosotros mis­mos.          

 

Pero como las efusiones líricas no bastan ca­be agregar que en el Uruguay de 1964, es nues­tro quehacer también, defender lo poco que aún tenemos;  contra cualquier malón. Aunque al cumplirlo estemos obligados a codearnos con quienes son  en otros planos, nuestros enemigos.

Después mañana será otro día.

 

Carlos Quijano                                                                                     MARCHA, 12 de junio de 1964.