SOMOS TODOS PRISIONEROS

 

A riesgo de caer en generalizaciones, creemos -es la columna vertebral de nuestra interpretación- que el país, de los años 30 a la fecha, por lo menos, ha quedado al margen de la evolución del mundo. Replegado sobre sí mismo, dormido sobre sus laureles arrullado y confundido por las propagandas, salvado apenas del pozo en ocasiones por conflictos que le eran extraños, despoblado y sin presión demo­gráfica, ha vivido de las pocas reservas acumu­ladas antes. Como un rentista mediocre y ufano, cuya pedestre concepción de la vida y de la his­toria se resumiera en tres o cuatro dogmas idio­tas, cobardes, envejecidos y de viejos: "los países no se funden"; "siempre que llovió, paró"; "el Estado, en definitiva, pagará"; "de algún lado saldrán los recursos" y la verdad es que todo el país está anquilo­sado. De la raíz a la copa. La organización administrativa y la organización política; las estructuras económicas y las estructuras sociales. El campo y la ciudad; la Universidad y las demás s enseñanzas; la industria y el crédito; el comercio exterior y la distribución interna. Todo lo que lo nos permitió vivir a principios de siglo ya no nos lo permite. A nuestro lado ha pasado y pasa la a gran corriente avasalladora de la historia y seguimos pensando y actuando con las ideas y las concepciones de un mundo muerto, enterrado y olvidado. De la infraestructura a la superestructura, todo el país está enfermo. Enfermo de senilidad y de eficacia y de impotencia.        

 

En alguna oportunidad dijimos y Pivel nos es hizo el honor de recoger esas palabras, que era necesario repensar el país, reconstruir el país. Creemos hoy, que al hablar así nos quedamos cortos. No hay que repensar el país. Hay que pensarlo No hay que reconstruir el país. Hay que construirlo. Sobre la base de lo que existe, a la altura o la sima  que hemos llegado, ya nada puede hacerse. Cuanto teníamos lo dilapidamos. Es necesario borrar y empezar de nue­vo. Y procurar, a través del tiempo perdido, el reencuentro con las pocas o muchas virtudes - discutirlo no interesa - que antes asomaron en nuestra historia.

 

Borrar y empezar de nuevo. ¿Para qué? En término generales, muy generales, al margen de partidos y capillas, la opción es clara.

¿Se puede hoy, 1965, volver al liberalismo político y económico del siglo XIX? Un país subdesarrollado, más que subdesarrollado, para­lítico y envejecido, terriblemente envejecido, ¿puede reiniciar la marcha retornando al pasado?

Lo difícil, lo más difícil es que tendremos que imaginar y crear nosotros mismos, las nuevas fórmulas de convivencia, adaptadas a nuestra geografía, a nuestra historia, a nuestra econo­mía, al mundo circundante que nos domina, a la prodigiosa revolución técnica que corre estos días por la tierra y los cielos. Esas fórmulas, así lo creemos, tendrán que ser, por imperio de los tiempos y las necesidades, de cuño socialista. El socialismo, otra vez lo decimos, no es el reparto en el entrevero. No es la promesa demagógica. No es el cucharón. Es la marmita. El socialismo sin duda, es la justicia en la distribución; pero ante todo y también, la eficacia en la producción y, por supuesto., el respeto de la esencial digni­dad humana.

 

Borrar y empezar de nuevo, ¿cómo? El "por qué" de la transformación lo conocemos. Cuan­to existe ha dado sus frutos. Es árbol seco ya, a cuya sombra morimos lentamente. El "para qué", es cuestión de opción que no nos parece muy discutible. El "como", depende de nosotros. En buena parte sólo de nosotros. Nadie puede ser profeta. Más aún: cabe predecir hacia donde se va; no es posible señalar cuándo y como se irá. Lo que sabemos o creemos saber es que "así no se puede seguir". Nos esperan la muerte, ya conquistada o la resurrección. No alcanzare­mos la resurrección, sin tremendos sacrificios.

"Como" ella podrá ser alcanzada, es secreto que guarda el tiempo. Preferible sería -aunque parezca antihistórico- que el tránsito se hiciera sin dolor y sin traumatismo. ¿Quiénes pueden saber si uno y otro podrán ser evitados? Sólo cabe pensar, a la luz de la experiencia ajena, que cuanto más demoremos en dar la cara  al destino, cuanto más tardemos en adquirir conciencia de que vivimos en un país muerto, mayores serán, dolor y traumatismo. Y también mayores quizá, las injusticias que en sus primeras etapas, engendre la irrupción del nacimiento.

 

No es la precedente una visión apocalíptica. Tampoco una premonición patética y angustia­da. Ni siquiera una imagen pesimista proyectada hacia el futuro. Apenas una comprobación y una hipótesis, vigorizada por la fe. La fe en los hom­bres y en el mañana. La fe que ayuda a vivir, a esperar y a trabajar.   .

 

¿Qué significan frente a cuanto queda dicho los hechos a que hemos referido?

No olvidamos que es necesario vivir. Vivir antes que filosofar, enseña el aforismo clásico. Pero la verdad es que creemos que le ha llegado al país la hora de "filosofar" sobre su destino. Y que si así no lo hace, no podrá vivir. "Il faut vivre entre les vivants", decía Montaigne. Nos hemos acostumbrado a vivir entre los muertos.

 

Discutir la posibilidad y las características del préstamo proyectado; dialogar sobre emisión de deuda o emisión de billetes, es no sólo la tarea  menor. Es tarea, sin duda necesaria, pero que oculta o desfigura la realidad.

Puede aparecer el prestamista y quedar con­certada la operación. Puede emitirse contra el déficit o cubrir transitoriamente el que existe con títulos de deuda. Ninguna de las fórmulas en juego curará el mal. El mal de esencia que nos corroe. Un país está muerto. Otro país tiene que sustituirlo. Mientras así no lo com­prendamos, en lugar de avanzar, retrocederemos.

 

No hay salida por las vías a las cuales, por pereza o por cobardía o por comodidad, estamos habituados. Todos no somos asesinos. Pero to­dos somos prisioneros. Prisioneros aquí, en este rincón del mundo, de nuestra incuria y de nues­tra incapacidad. De la mentira organizada a tra­vés de partidos, instituciones, sistemas y regíme­nes. Partidos que no son tales; parlamentos que no legislan y ejecutivos que no resuelven; jubi­laciones prometidas y no cumplidas; desocupa­ción apenas disimulada por la hinchazón buro­crática; aumentos de sueldos rebasados por au­mentos de precios; industrias que viven del pri­vilegio; producción librada a los azares de la naturaleza; enseñanza libresca y desarraigada; retórica igualitaria y desigualdad real. Prisioneros

cuyos reclamos y ayes poco o nada interesan a los otros. Prisioneros que deben procurar por sí mismos liberarse y que si no lo intentan o no lo logran, terminarán destrozándose entre sí o pisoteados por los demás.        .

 

Siempre vivimos en prisión, sin duda. Siempre somos prisioneros. Pero no es lo mismo serlo en  épocas de liberación o en épocas de sepultureros.

Serlo de la verdad o la mentira. Sembrar no es lo mismo que reparar tumbas. 

Y ahora el país entero - gobernantes y gobernados - está dedicado a custodiar la mentira, velar cadáveres y ornar fosas.       .

 

Carlos Quijano.                                                                     Marcha, 16 de julio de 1965