PARADOJAS DE UN ESTADO PECULIAR
¿Uruguay tiene capacidad y la voluntad de reorganizarse para
asegurar que se retome un desarrollo
económico sostenido, o va a permitir que su ya larga decadencia se perpetúe
indefinidamente? Esta es una de las preguntas claves que
se hace aquí Henry Finch, profesor de la Universidad de Liverpool, residente, en Uruguay
en varias oportunidades, visitante en otras (BRECHA n° 130, 13 de mayo de
1988), autor de una Historia Económica del Uruguay Contemporáneo (Banda Oriental, 1980) y de muchas otras
investigaciones sobre nuestro país.
Si el
uruguayo es muy quejoso, motivos no le faltan.
Algunos
amigos me sugieren que exponga mis impresiones ante la situación del país.
¿Qué puede decir un visitante extranjero?
Mi punto de partida es la reciente conversación de dos
psicólogos con una periodista de BRECHA (n° 141,29 de julio de 1988). En la
controversia que originaron sus observaciones, nadie intentó
vincular la psicología social de los uruguayos con las estructuras políticas y sociales
en las que están inmersos. Es cierto que los uruguayos sufren frustraciones en
su vida diaria, y que son muy quejosos (hablo de la clase media, no conozco lo
suficiente otros grupos sociales), pero
¿no habría que preguntarse por qué son así?.
Tengo la abrumadora impresión de que, además de las
dificultades económicas, que han aumentado durante los últimos
treinta años, los uruguayos viven en una sociedad cuyas estructuras
oficiales y políticas son insensibles y no responden a las aspiraciones de la sociedad y los individuos.
Si
mi impresión es correcta, hay aquí dos paradojas.
La primera es que el Uruguay, a pesar de la sorprendente, cantidad de
generales que tienen, y de las cosas extraordinarias que dicen y hacen, es
habitualmente considerado un país muy democrático: una sociedad abierta con
buen nivel educativo y muy interesada en la política. La segunda radica en la
creencia generalizada en que el Estado uruguayo es – o fue - un Estado
benefactor, que suministra servicios a sus ciudadanos que ni ellos ni el
capital privado pueden proveer de modo adecuado.
EI sistema político uruguayo es (digámoslo con franqueza,
aunque con buenos modales), muy peculiar, por cierto. Los ciudadanos no saben a
quién votan. En 1971, cada uno de
los votos emitidos en favor de Jorge Batlle terminó convirtiéndose, en un voto
por Bordaberry.
Cambie usted un nombre, y la historia puede repetirse
en 1989. Hay otros sistemas que también
presentan cierta arbitrariedad, pero casi todos ofrecen alguna compensación. ¿A
quién beneficia el singular – y singularmente absurdo - doble voto simultaneo?
Sólo a los caudillos de las listas, sublemas,
fracciones y agrupamientos.
¡Qué tesoro de filosofía política debe haber en un país
para generar tan abundante diversidad de opiniones partidarias.
Hay que ser muy cínico (o un extranjero, qué no entiende
nada) para afirmar que, a juzgar por los resultados de su labor, lo más característico de tantos
dirigentes políticos, no es su
capacidad de analizar y promover soluciones para los problemas nacionales, sino
la satisfacción de sus ambiciones personales.
No estoy diciendo nada nuevo. Estas críticas al sistema
electoral, y a los absurdamente anacrónicos partidos tradicionales que busca proteger, eran moneda corriente hace
veinte años. Ahora la izquierda, incapaz de provocar la modernización del
sistema, busca cobijarse, en él. La defensa que suele esgrimirse en favor del
sistema es el genio, atribuido al Uruguay, para encontrar el camino del medio,
llegar a un acuerdo, transar en una solución que no excluya totalmente a nadie. Es cierto, por supuesto, que el
país ha evitado los sorprendentes extremos en que incurrieron sus vecinos más
cercanos, así como el mesiánico fervor de una señora Thatcher.
Sin embargo, es preciso analizar con más detalle esa
elogiada capacidad para negociar
acuerdos.
En la gran mayoría de los sistemas políticos, los grupos que
integran los partidos procuran convenir
un programa común de gobierno antes de las elecciones para ofrecer a los
votantes la opción entre dos o tres esquemas coherentes. La característica
peculiar de1a capacidad negociadora uruguaya es que funciona exactamente al
revés. No hay ningún incentivo dentro los partidos para buscar un acuerdo sobre
políticas de gobierno hasta después de las elecciones, cuando se
requiere negociar para que un presidente (que siempre recibe una proporción
pequeña de la votación total) consiga el apoyo de un parlamento dominado por
sus opositores. En el caso extremo, el sistema puede exigir a un partido, que renuncie
a sus convicciones más profundas para lograr algo que llaman
"gobernabilidad". Dicho de otro modo: acuerdos, sí; principios, no.
Con esto no pretendo criticar a tal o cual partido, sino subrayar la
(irracional) lógica del sistema político.
Por supuesto,
todo lo anterior no implica que los partidos sean totalmente insensibles a las
necesidades de la gente, pero responden a ellas de un modo selectivo e
individualista. Cada partido sé preocupa por sus propios partidarios todo lo
que le permita su capacidad de negociación. La absurda institución de los
puestos de confianza y la práctica del clientelismo resuelven problemas
individuales (y refuerzan a los partidos), pero no hacen, nada por promover el
bien común, ni menos aún, la eficiencia del sector público. Al
contrario.
Y así
llegamos a la segunda paradoja que señalaba. El Estado, que a principios de
siglo asumió la función de diversificar la economía mientras protegía a los
social y económicamente débiles, se ha corrompido hasta convertirse en una
presencia arbitraria e indiferente que domina las vidas de todos, sirve a los
intereses privados de pocos y no satisface el interés colectivo de
nadie.
La estructura del Estado, tan admirada por la izquierda, se
ha convertido en la práctica en el mayor obstáculo a todo cambio progresista.
En lugar de brindar apoyo y protección, hoy es una carga. El
sector privado recibió alborozado la intervención estatal, puesto que al
principio promovió la acumulación y después socializó las pérdidas
privadas. También los sindicatos aceptaron con beneplácito la intervención
del Estado (a pesar de las advertencias de Carlos Quijano acerca de las
implicaciones de los consejos de Salarios). Ambas partes resultaron
decepcionadas. La alianza populista era un truco perpetrado por los partidos
tradicionales (es decir, anacrónicos) para mantener su control sobre intereses
de clase a los que, por otra parte, tenían buenas razones para temer.
El Uruguay, ¿es viable?
Todo lamento por este país - donde no pasa nada - termina
con la misma pregunta.
Pero es una pregunta sin sentido. El Uruguay no va a desaparecer. Ningún otro país querrá la
responsabilidad de administrarlo, y mucho menos la de asegurar su prosperidad.
Por consiguiente, la pregunta más adecuada es; ¿Uruguay tiene capacidad y la
voluntad de reorganizarse para asegurar que se retome un desarrollo económico sostenido, o va a
permitir que su ya larga decadencia se perpetúe indefinidamente? La ironía consiste en que, para sobrevivir en un mundo
convulsionado por los cambios (incluso en las sociedades que parecían más
rígidas), tendrá que desarrollar las capacidades que hoy parecen menos
características de su sociedad: flexibilidad, actitud positiva;
voluntad de innovar.
Brecha 30 de setiembre
de 1988.
Traducción de Ruben Svirsky.
PD: Henry Finch nació en Inglaterra en 1941. Se graduó en
la Universidad de Oxford en 1962 y realizó estudios en la Universidad McMaster,
en Canadá, en 1962-63.
Desde 1963 fue Lector en Economía e Historia
Económica en la Universidad de Liverpool hasta que se jubiló en 200l. Entre
1967 y 1969 fue Investigador Visitante en el Instituto de Economía de la
Universidad de la República. En varias ocasiones ha retornado al país para
seguir con sus investigaciones o participar en reuniones. En 1988 dictó un
ciclo de conferencias en la Facultad de Humanidades sobre Economía y Sociedad
en el Uruguay del Siglo XX.
Es Socio de la Asociación Uruguaya de Historia
Económica (AUDHE). En 1998 y 2001 ofreció cursos intensivos sobre la
Integración Económica Europea, en la Maestría y Diploma en Historia Económica,
del Programa de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Sociales.
En 1980 publicó, “Historia económica del Uruguay
contemporáneo, 1870 – 1970”.
El 2005 publicó, “La economía política del Uruguay
contemporáneo, 1870 – 2000”.